En enero, la asunción del nuevo presidente de EEUU, Donald Trump, seguida por declaraciones falsas, basadas en “hechos alternativos”, y los ataques a la prensa, considerada prescindible en su gobierno, calentó el debate sobre la “post-verdad”, elegida por el Diccionario Oxford como la palabra del año en 2016. El concepto se refiere a las circunstancias en las que “hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que apela a la emoción y la creencia personal”. Esta actividad está alarmando a los comunicadores y medios sociales, y no es para menos. Si en la era de la post-verdad, la evidencia pierde relevancia, la pericia no es deseada y las afirmaciones incisivas y elocuentes, aún falsas, ganan adhesión, qué papel le queda por jugar a la información. En el momento en el que el proceso de toma de decisiones deja de tener en cuenta los conocimientos científicos, se convertirá esencialmente en autoritario. O sea, la democracia como sistema político también corre riesgos. Para América Latina, que conoce bien los regímenes autoritarios y que todavía lucha por establecer la democracia en la región, eso es particularmente alarmante.